La noche es la puerta abierta a la realidad, todo puede suceder en su enorme palma oscura donde controla nuestros movimientos. Por muchos años no podía dormir, insomnio continuo, esto marcó gran parte de mi vida.
Con la certeza que me da hoy, luego de la aplicación de una técnica milenaria por manos mágicas, recuperar el dormir, me gusta caminar de noche, tarde, cuando la ciudad duerme y sé que, también yo, en un rato, voy a copiar esa actividad. Lo primero que hago es mirar la luna, nunca la luna en la ciudad es igual a la de mi pueblo, es más apagada, un poco más chica, las luces y su trabajo deben hacer que así me parezca. Caminar por la peatonal donde los negocios cobran vida a falta de gente; seguir hasta los cafés habituales, solo pasar a saludar y continuar.
Mis amigos, a esta hora, duermen soñando que todo va a mejorar, que la utopía de igualdad es realizable.
Los personajes aparecen como en una película de Fellini, el que cuida las motos, los que esperan afuera y piensan extrañas estrategias para tratar de ganarle al destino marcado del casino que se lleva hasta la ilusión. Continuar hasta la avenida deteniéndome en las esculturas que dan esa compañía sin molestar que siempre me ha llamado la atención. Algún parroquiano, rezagado, a eso de las dos, demora el vino, porque le queda algo para contar, mientras el mozo arrastra las sillas con aire cansado y tristón. La alarma de alguna moto se dispara y quiebra el silencio en dos; una chica llora y trata de disimular las lágrimas con su pelo mientras balbucea palabras en su celular de última generación. Un cuida coches exhibe sus puños a lo Carlos Monzón a un colega de la otra cuadra diciendo que lo » durmió » cobrando él, lo que era para este aprendiz de boxeador.
El aire de la madrugada me va indicando que es hora de volver al hotel, a dormir un rato, previa lectura, y, tal vez, algún poema que quisiera otra boca repita mejor que este, casi, noctámbulo disfrutador.